Hiroshima y nagasaki

HIROSHIMA Y NAGASAKI
El mayor acto de terrorismo de la historia

POR ROSE ANA DUEÑAS Y RAISA PAGES —de Granma Internacional—

EL sol brillaba y el cielo estaba azul, el 6 de agosto de 1945, cuando Miyoko
Matsubara, una niña de 12 años, empezó a trabajar con más de 200
compañeros de su escuela secundaria para niñas en Hiroshima, Japón.
Demolían casas para crear cortafuegos, y estaban riendo y hablando. Eran las
8:15 de la mañana.
“De repente, mi mejor amiga, Takiko, gritó: ‘¡Escucho el ruido de un B-29!’
Pensaba que no podía ser, porque ya había sonado la señal de campo libre, y
miré hacia arriba y… vi un cuerpo luminoso caer de la cola del avión… Escuché
un rugido ensordecedor, indescriptible".
“Cuando desperté, la mañana clara y soleada se había cambiado a noche.
Estaba en una neblina densa y polvorosa. Takiko, quien había estado a mi
lado, simplemente había desaparecido… La única ropa que todavía tenía
puesta era la interior, que estaba sucia, pero era de color blanco. El color
blanco me salvó de la muerte… Me percaté que tenía la cara, manos y piernas
quemados e hinchados, y la piel estaba despellejada y colgaba en tiras.
Desesperadamente, empecé a correr.
“En camino a la casa, vi a mucha gente. Todos estaban casi desnudos y
parecían personajes de las películas de horror, con su piel y carne
horriblemente quemados y ampollados. Miles estaban atrapadas bajo los
edificios derrumbados. Los muertos y los que morían estaban por todas partes;
arrastrándose intentaban alejarse de los incendios que les rodeaban. Sus ojos
colgaban de las cuencas, y sus cabellos estaban de puntas; caminaban con los
brazos alzados, llorando por sus madres y susurrando desesperadamente:
“¡Agua, agua!”
Era el fin de la Segunda Guerra Mundial. Un avión de la Fuerza Aérea
norteamericana acababa de dejar caer una bomba atómica en Hiroshima, una
ciudad de 350 000 habitantes, civiles, en su mayoría. La onda expansiva de la
explosión niveló todos los edificios en un área de 2,5 kilómetros alrededor del
punto de impacto.
Unas 100 000 personas murieron instantáneamente, incluyendo 8 000 niños y
niñas como Miyoko, quienes habían sido movilizados para construir
cortafuegos. Tres días más tarde, el 9 de agosto, Estados Unidos dejó caer
otra bomba atómica en la ciudad de Nagasaki, justamente encima del área más
poblada, matando en el momento a 74 000 personas e hiriendo 75 000 más.
Muchas personas agonizaban con poca o ninguna atención médica por días o
semanas, con gusanos infestando su carne podrida antes de que murieran por
grandes dosis de radiación, quemaduras y otras heridas. Más de 60 000
murieron en los meses siguientes, y otros 70 000 murieron antes de llegar a
1950. Muchas fueron muertes lentas, por el cáncer.
El 65% de los masacrados el día del bombardeo de Hiroshima eran ancianos, mujeres y niños. En Nagasaki, unos 10 000 de los muertos civiles eran coreanos, que estaban entre los 2 millones de coreanos que vivían en Japón en ese momento, muchos como obreros esclavos. Nunca se encontraron los restos del 40% de los muertos en ambas ciudades. Fueron evaporados en el aire, convertidos en cenizas o arrastrados al mar cuando entraron a los ríos buscando agua. ¿Por qué el Gobierno de EE.UU. ocasionó tanto sufrimiento? El pretexto oficial —todavía defendido por algunos hoy día— fue una mentira: que los bombardeos acelerarían la rendición de Japón, pondrían fin a la guerra y salvarían vidas. En realidad, Japón ya había expresado su deseo de salir de la Guerra y EE.UU. lo sabía. El jefe del estado mayor de las fuerzas militares norteamericanas en ese momento, el Almirante William D. Leahy, reconoció: “Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse por el efectivo bloqueo marítimo y los exitosos bombardeos con armas convencionales. Tuve la impresión de que los científicos y otros querían hacer esta prueba por la vasta cantidad de dinero que se había gastado en el proyecto. Truman sabía eso, igual que los demás involucrados.” Previamente, EE.UU. había bombardeado con fuego a casi todas las otras ciudades de Japón incluyendo a Tokio. El 9 de marzo de ese mismo año, 300 bombarderos norteamericanos dejaron caer petróleo y después más de 1 600 toneladas de bombas llenas de napalm sobre esa ciudad. Más de 100 000 habitantes murieron quemados. David Kruidenier fue de los pilotos de aviones B-29 que hicieron ataques aéreos en Japón, en 1945. El admitió: “Habíamos estado bombardeando con fuego a las ciudades más grandes para matar la máxima cantidad de civiles, e Hiroshima fue la más grande no atacada que quedaba”. Con una sola bomba hicieron lo mismo que antes requería cientos de aviones y miles de toneladas de explosivos. Al parecer la bomba atómica fue usada para probar en blancos vivos y para demostrar la superioridad militar abrumadora de EE.UU. No sólo tenían una bomba de plutonio, sino que estaban dispuestos a lanzarla. Estaban dispuestos a matar en masa a centenares de miles de civiles. ¿A quién estaba dirigido ese mensaje de intimidación, de terrorismo? Al resto del mundo, pero particularmente a la Unión Soviética. Los aliados habían acordado, en la conferencia de Yalta, que la URSS atacaría a Japón tres meses después de la rendición de Alemania. Stalin había informado que las fuerzas soviéticas estarían listas para ese ataque a tiempo; quiere decir, el 8 de agosto. Pero EE.UU. en realidad no quería que la URSS entrara en la guerra contra Japón. La bomba fue lanzada sobre Hiroshima el 6 de agosto. Las poblaciones civiles de Hiroshima y Nagasaki no fueron asesinadas para poner fin a la Segunda Guerra Mundial, sino para comenzar la Guerra Fría. El llamado “Siglo Norteamericano” había empezado. Inmediatamente después de los bombardeos norteamericanos empezaron a mentir sobre lo que habían hecho. El mismo día que bombardearon a Nagasaki, el 9 de agosto, el presidente Harry Truman declaró: “El mundo debe tomar nota de que la primera bomba atómica fue lanzada a Hiroshima, una base militar. Eso fue porque queríamos evitar, en ese primer ataque —en la medida que fuera posible— las muertes de los civiles”. TERGIVERSAR LA HISTORIA El término terrorismo ha sido mixtificado por los grandes medios de comunicación. Si un iraquí, cansado de ver cómo mueren niños en su país, se amarra explosivos a la cintura y los estalla al paso de un convoy militar norteamericano en Iraq, es un acto de terrorismo. Pero si un soldado de EE.UU. dispara misiles sobre la población civil de ese país no es terrorismo, sino un acto militar defensivo contra la insurgencia. Con los actos bárbaros contra Hiroshima y Nagasaki se manipuló a la prensa. Hasta 1960, el Gobierno estadounidense prohibió hacer público las fotografías de los daños después de los bombardeos. El entonces secretario de Estado, Christian Herter, escribió una carta a John McCone, director de la Comisión de Energía Atómica, para expresar que su sección tenía “graves reservas sobre la divulgación de estas fotos porque hemos estado preocupados sobre el impacto político, especialmente en Japón, y porque no estamos dispuestos a regalar un arma de propaganda a los comunistas que ellos usarían contra nosotros por todo el mundo”. Dentro de Japón, durante la ocupación por EE.UU., que duró desde el fin de la Guerra hasta 1952, los oficiales norteamericanos aprobaron un Código de Prensa, censurando los reportajes japoneses y las publicaciones científicas con información sobre los bombardeos. Las autoridades de ocupación decomisaron diarios personales, poemas, fotos, película de cine, muestras médicas, portaobjetos de microscopio, y los archivos de los médicos sobre el tratamiento para radiación. Fueron alrededor de 32 000 artículos. Los médicos japoneses tenían que hacer las autopsias en secreto y circular los resultados de mano a mano, bajo amenaza de persecución. Los actos de terrorismo de toda índole son repudiables, pero aparte de condenarlos es preciso entender las razones que explican la multiplicación de esos actos. El intelectual Atilio Borón advirtió sobre “la trampa" que tienden los “intelectuales bienpensantes”, para usar la afortunada expresión de Alfonso Sastre: “Ellos nos invitan a fulminar sin atenuantes tales monstruosidades, pero sin preguntarnos por sus causas, clausurando toda discusión sobre el otro terrorismo, el que surge y se consolida a partir de Hiroshima y Nagasaki como una política de Estado, implementada por Washington con el aval ético y político de los gobiernos del capitalismo avanzado”. Los ideólogos del orden naturalizan y convierten en invisible al terrorismo institucionalizado, afirma Borón y expresa que mediante esta “alquimia ideológica” el mismo se convierte en “lucha contra el terrorismo”, mientras que el terrorismo de sus adversarios rota su relación dialéctica con el primero deviene siniestra expresión de unos pocos genios malignos que andan sueltos por el mundo. Recientes declaraciones del Presidente de EE.UU. ejemplifican cómo realizan esta “alquimia ideológica”, cuando tuvo el cinismo de afirmar que “la clase de gente que vuela metros y autobuses no es gente con la que se pueda negociar o aplacar". Y reiteró que todo el que mata a gente inocente es terrorista. ¿Quiénes eran entonces los que mandaron a bombardear Hiroshima y Nagasaki con bombas atómicas?, los miles de niños y personas que murieron con esos actos de terror ¿no eran personas inocentes? ¿Qué eran los 4 millones de vietnamitas masacrados que luchaban por su independencia? ¿Qué son los iraquíes invadidos, ocupados, torturados y asesinados? ¿Qué eran los 73 cubanos que murieron en un avión en pleno vuelo y cuyo ejecutor protege el Gobierno de Estados Unidos? La versión oficial de los Estados Unidos sobre esos espantosos ataques debe ser pulverizada. Nunca el mundo fue igual después de Hiroshima y Nagasaki. La verdad sobre los actos de terrorismo más grande de la historia no puede desconocerse. Sólo transformando los sistemas económicos y sociales que generan la violencia, estaremos luchando contra la raíz de esa violencia que predomina en el mundo actual.

Source: http://multimedia.prensa-latina.cu/App_Files/TextFile/HIROSHIMA-NAGASAKI.pdf

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